Manuel Rojas es uno de mis escritores favoritos, vengo a dejar un extracto de una de sus novelas "Hijo de Ladrón". Siempre que leo esto me vuela la cabeza.
"Imagínate
que tienes una herida en alguna parte de tu cuerpo, en alguna parte
que no puedes hubicar exactamente, y que no puedes, tampoco, ver ni
tocar, y supón que esta herida te duele y amenaza abrirse o se abre
cuando te olvidas de ella y haces lo que no debes, inclinarte,
correr, luchar o reír; apenas lo intentas, la herida resurge, su
recuerdo primero, su dolor en seguida: aquí estoy, anda despacio. No
te quedan más que dos caminos: o renunciar a vivir así, haciendo a
propósito lo que no debes, o vivir así, evitando hacer lo que no
debes. Si eliges el primer camino, si saltas, ríes, corres o luchas,
todo terminará pronto: la herida al hacerse más grande de lo que
puedes soportar, te convertirá en algo que sólo puede ser sepultado
y que aún podría pasarse sin ese requisito. Si esto ocurre, querrá
decir que tenías un enorme deseo de vivir y que exasperado por la
imposibilidad de hacerlo como querías, preferiste terminar, y esto
no significará, de ningún modo, heroísmo: significará que tenías
una herida, que ella pudo más que tú y que le cediste el sitio. Si
eliges el segundo camino, continuarás existiendo, nadie sabe por
cuánto tiempo: renunciarás a los movimientos marciales y a las
alegrías exageradas, y vivirás, como un sirviente, alrededor de tu
herida, cuidando que no sangre, cuidando que no se abra, que no se
descomponga y esto, amigo mío, significará que tienes un enorme
deseo de vivir y que, impedido de hacerlo como deseas, aceptas
hacerlo como puedas, sin que ello deba llamarse, óyelo bien,
cobardía, así como si elegiste el primer camino nada podrá hacer
suponer que fuiste héroe: resistir es tan heroico o tan cobarde como
renunciar. Por lo demás, las heridas no son eternas, y mejoran o
acaban con uno, y puede suceder que después de vivir años con una
sientas de pronto que ha cicatrizado y que puedas hacer lo que todo
hombre sano hace, como puede ocurrir, también, que concluya contigo,
ya que una herida es una herida y puede matar de dos maneras: por
ella misma o abriendo tu cerebro otra, que atacará sin que te
enteres, tu resistencia para vivir; tú tienes una herida, supongamos
en un pulmón, en el duodeno, en el recto o en el corazón, y quieres
vivir y resistes, no te doblegas, aprietas los dientes, lloras, pero
no cedes y sigues, aunque sea de rodilllas, aun arrastrándote,
llenando el mundo de lamentaciones y blasfemias; pero un día sientes
que ya no puedes resistir; que tus nervios se sueltan, que tus
rodillas y tus piernas no te soportan y se doblegan: caes entonces,
te entregas y la herida te absorbe. Es el fin: una herida se ha
juntado con la otra, y tú, que apenas podías aguantar una, no
puedes con las dos. No sé si conocerás algunos nudos marinos; es
posible que no; como la mayoría de los mortales conocerás sólo un
ejemplar de cada cosa u objeto y al oír hablar de nudos recordarás
nada más que el de rosa, sin que ello signifique que lo sepas hacer
bien; no se necesita saber muchas cosas para vivir: basta con tener
buena salud. Hay un nudo marino, llamado de pescador, que recuerda lo
que te estoy diciendo: está constituido por dos hechos que, siendo
semejantes, ocurren aisladamente y que mientras están aislados no
son peligrosos; el peligro está en su unión: toma un cabo, una
piola, por ejemplo, un vaivén, y haz, sobre otra piola o sobre otro
vaivén, tomándolo, un nudo ciego; ese único nudo que sabes hacer
correctamente, sin apretarlo demasiado y sin dejarlo suelto; que
muerda, como se dice, y con el extremo de la piola sobre la cual has
hecho este nudo, haz otro igual sobre la primera y tendrás así dos
piolas unidas por dos nudos ciegos colocados a una distancia equis;
en esa situación son inofensivos, peor aún, no sirven para nada;
pero el nudo no ha sido hecho aún: si tomas las piolas o los
vaivenes de la parte que está más allá de los dos nudos y tiras
separando tus manos, los nudos, obedeciendo al tirón, se aproximarán
el uno al otro con una docilidad que quizá te sorprenda en dos nudos
que aparentemente no tienen obligación de obedecer a nadie y si
tiras con violencia verás que no sólo avanzan hacia sí con rapidez
sino que, más aún, con furor, uniéndose como con una reconcentrada
pasión; una vez unidos no habrá tirón humano o animal que los
separe o desate; allí se quedarán, aguantando el bote o la red,
toda una noche, hasta que el pescador, fatigado al amanecer, los
separe de su encarnizada unión con la misma sencillez con que la
muerte puede separarte de la vida: con un simple movimiento de
rechazo hacia un lado u otro...
Pero
imagínate que no tienes ni la primera ni la segunda herida de que te
he hablando, sino otra, una con la que puedes nacer o que puede
aparecer en el curso de tu existencia, en la infancia, en la
adolescencia o en la adultez, espontáneamente o provocada por la
vida. Si naces con ella puede suceder que sea pequeña al principio y
no te moleste demasiado, sin que podamos descartar la posibilidad que
desde el principio sea grande y te impida hablar o caminar, pongamos
por caso, todo ello si tener en cuenta el lugar en que nazcas, que
puede ser, un conventillo, una casa o un palacio. Podrá o no haber,
a tu alrededor, gente que se interese o no se interese por ti y que
quiera o no ayudarte; si la hay y se interesa y te quiere, podrás
llegar a ser conservado, excepto si tu herida, esa herida que ni tú
ni nadie puede ubicar, pues está en todas partes y en ninguna: en
los nervios, en el cerebro, en los músculos, en los huesos, en la
sangre, en los tejidos, en los líquidos y elementos que te recorren;
excepto si tu herida, digo, puede con todo y con todos: con la
medicina, con la educación, con tus padres, con tus profesores, con
tus amigos, si es que llegas a tener todo eso, pues hay innumerables
seres humanos que no tienen ni han tenido medicinas, educación,
padres, profesores ni amigos, sin que nadie parezca darse cuenta
alguna de ello ni le atribuya, importancia alguna en un mundo en el
que la iniciativa personal es lo único que vale, sea esa iniciativa
de la clase que sea, siempre que deje en paz la iniciativa de los
otros, sea ésta de la índole que sea. Si la herida puede con todo y
con todos y sus efectos no disminuyen sino que se mantienen y
aumentan con el tiempo, no habrá salvación alguna para ti;
salvación no sólo en cuanto a tu alma, que estará perdida y que en
todo caso es de segunda importancia en el mundo en que vivimos, sino
en cuanto todo tú; y ya podrás tener, en latencia, todas las
virtudes y gracias que un hombre y un espíritu pueden reunir; no te
servirán de nada y todo en ti será frustrado: el amor, el arte, la
fortuna, la inteligencia. La herida se extenderá a todo ello. Si tu
gente tiene dinero, llevarás una vida de acuerdo con el dinero que
tiene; si te gente es pobre o no tienes familia, más te valiera,
infeliz, no haber nacido y harías bien, si tienes padres en
escupirles la cara, aunque es más que seguro que ya habrás hecho
algo peor que eso. Puede suceder que la herida aparezca en la
adultez, espontáneamente, como ya te dije, o provocada por la vida,
por una repetición mecánica, supongamos: el ir y venir, durante
decenios, de tu casa al trabajo, del trabajo a tu casa, etcétera,
etcétera, o al hacer, día tras día, a máquina o a mano, la misma
faena: apretar la misma tuerca si eres obrero, lavar los mismos
vidrios si eres mozo, o redactar o copiar el mismo oficio, la misma
carta o la misma factura si eres oficinista. Empezará, a veces, con
mucho disimulo, tal como suele aparecer, superficialmente, el cáncer,
como una heridita en la mucosa de la nariz, de la boca o de los
órganos genitales o como un granito o verruguita en cualquier
milímetro cuadrado de la piel de tu cuerpo. No le haces caso al
principio, aunque sientes que el camino entre tu casa y la oficina o
taller es cada día más largo y más pesado; que los tranvías van
cada vez más llenos de gente y que los autobuses son más incomodos
que antes y los choferes tocan cada vez más brutalmente sus bocinas;
tu pluma no escribe con la soltura de otros tiempos; la máquina de
escribir tiene siempre la cinta rota y una tecla, ésta, levantada;
el hilo de las tuercas está siempre gastado y tu jefe o patrón
tiene cada día una cara más espantosa, como de hipopótamo o de
caimán, y por otra parte notas que tu mujer ha envejecido y rezonga
demasiado y tus hijos te molestan cada día más: gritan, pelean,
discuten por idioteces, rompen los muebles, ensucian los muros, piden
dinero, llegan tarde a comer y no estudian lo suficiente. ¿Qué
pasa? La herida se ha abierto, ha aparecido y podrá desaparecer o
permanecer y prosperar; si desaparece, será llamada cansancio o
neurastenia; si permanece y prospera, tendrá otros nombres y podrá
llevarte al desorden o al vicio; al alcoholismo, por ejemplo, al
juego, a las mujerzuelas o al suicidio. Tú habrás oído hablar del
cansancio de los metales y esta frase te habrá producido,
seguramente, risa: ¿pueden sufrir tal cosa los metales y puede
alguien imaginarse un trozo de riel diciendo: estoy cansado? Asombra
pensar que un trozo de hierro o acero termine por cansarse y ceder;
pero si el hierro cede, si se afloja el acero, ¿por qué han de
resistir más los nervios, los músculos, los tendones, las células
cerebrales, la sangre? Y eso que muy poca gente sabe hasta dónde es
capaz de resistir el ser humano. ¿Qué resistencia tiene? A veces,
mayor que la del más duro acero, y lo que es más admirable, algunos
parecen soportar más mientras más endebles son y mientras más
deleznable es su constitución. Recordarás, de seguro, cómo aquel
hombre que conosiste en la juventud, derrotado, herido nadie sabe
por qué arma en lo más profundo de su ser animal o moral, resiste
aún, vendiendo cordones de zapatos o mendigando; dejas de verlo un
año, dos, y un buen día, cuando ya te has olvidado de él,
reaparece y te ofrece sus cordones o sus diarios o te pide una
limosna; cómo el morfinómano, sin casa, sin trabajo, sin familia,
resistió durmiendo en las calles, en los bancos de las plazas o bajo
los puentes, sin comer, sin abrigarse, con las manos más frías que
las del más helado muerto, durante cinco o veinte años, enterrando
a su primera y a su segunda mujer, a los hijos de la primera y a los
de la segunda e incluso a sus nietos, sin poseer más tesoro que su
jeringuilla y su gramo de morfina, para la cual tantas veces
contribuiste unos pesos, y cómo el hemipléjico que tenía una
herida tan grande como él, ya que le empezaba en el lóbulo derecho
del cerebro y le terminaba en las uñas del pie izquierdo y que
había, además, perdido un brazo -una locomotora se lo cortó
mientras trabajaba, siendo niño, en una barraca- resistió durante
diez o treinta años, a la soledad, sin poder comer, sin lavarse,
vestirse ni acostarse ni levantarse por sus propios medios, sin
dientes, medio ciego, sostenido sólo por su pierna derecha y por ese
algo misterioso y absurdo que mantiene en pie aun a los que quisieran
morir, para terminar fulminado por un ataque cardíaco, envidiado por
todos los que temen morir de un cáncer o de un tumor cerebral. Y
podrás ver en las ciudades, alrededor de las ciudades, muy rara vez
en su centro, excepto cuando hay convulsiones populares, a seres
semejantes, parecidos a las briznas de hierbas batidas por un
poderoso viento, arrastrándose apenas, armados algunos de un
baldecillo con fogón, desempeñando el oficio de gasistas callejeros
y en compañía de mujeres que parecen haber sido fabricadas por
ellos mismos en sus baldecillos, durmiendo en sitios eriazos, en los
rincones de las aceras o la orilla del río, o mendigando, con los
ojos rojos y legañosos, la barba grisácea o cobriza, las uñas
duras y negras, vestidos con andrajos color orín o musgo que dejan
ver, por sus roturas, trozos de una inexplicable piel blanco azulada,
o vagando, simplemente, sin hacer ni pedir nada, apedreados por los
niños, abofeteados por los borrachos, pero vivos, absurdamente
erectos sobre dos piernas absurdamente vigorosas. Tienen, o parecen
tener, un margen no mayor que la medidaque puede dar la palma de la
mano, cuatro traveses de dedo, medidas más allá de la cual está la
inanición, el coma y la muerte, y se mueven y caminan como por un
senderillo trazado a orillas de un abismo y en el cual no saben sino
sus pies: cualquier tropiezo, cualquier movimiento brusco, hasta
diriáse que cualquier viento un poco fuerte podría hecharlos al
vacío; pero no; resisten y viven durante decenas de años; tú
puedes perder a tu madre, a tu mujer, a tus hijos, a tus amigos,
todos sanos y fuertes, sin fallas; ellos persisten, irritando con su
presencia a los enfermos y a los sanos, a los poderosos y a los
humildes, a los viejos y a los jóvenes, sin que nadie pueda
explicarse cómo pueden resistir, en un mundo que predica la
democracia y el cristianismo, semejantes seres. Pero tú, amigo mío,
eres sano, has sido creado como una vara de mimbre, elástica y
firme, o como una de acero, flexible y compacta; no hay fallas en ti,
no hay heridas, ni aparentes ni ocultas, y todas tus fuerzas, tus
facultades, tus virtudes están intactas y se desarrollarán a su
debido tiempo o se han desarrollado ya, y si alguna vez piensas en el
porvenir y sientes temor, ese temor no tiene sino el fundamento que
tienen todos los temores que experimentan los seres humanos que miran
hacia el porvenir; la muerte; pero nadie se muere la víspera y el
día llegará para todos y, hagas lo que hicieres también para ti.
Hoy es un día de sol y de viento y un adolescente camina junto al
mar; parece, como te decía hace un instante, caminar por un sendero
trazado a orillas de un abismo. Si pasas junto a él y le miras,
verás su rostro enflaquecido, su ropa manchada, sus zapatos
gastados, su pelo largo y, sobre todo, su expresión de temor; no
verás su herida, esa única herida que por ahora tiene, y podrás
creer que es un vago, un ser que se niega a trabajar y espera vivir
de lo que le den o de lo que consiga buena o malamente por ahí; pero
no hay tal: no te pedirá nada y si le ofreces algo lo rechazará con
una sonrisa, salvo que al ofrecérselo le mires y le hables de un
modo que ni yo ni nadie podría explicarte, pues esa mirada y esa voz
son indescriptibles e inexplicables. Y piensa que en este mismo
momento hay, cerca de ti, muchos seres que tienen su misma apariencia
de enfermos, enfermos de una herida real o imaginaria, aparente o
oculta, pero herida al fin, profunda o superficial, de sordo o agudo
dolor, sangrante o seca, de grandes o pequeños labios, que los
limita, los empequeñece, los reduce y los inmoviliza."